Es extraño como lo que para algunos es cotidiano, para otros es un lujo exquisito y difícilmente repetible. En nuestro caso, el despertar en una cama fue una inyección única de energía y buen ánimo... perfecta para iniciar el día más difícil del trayecto a Córdoba.
El desayuno: lo que de la torta había quedado la noche anterior
El lugar: El zócalo de Atlixco
El amanecer no pudo ser más bello, la frescura de Atlixco hizo fiel gala a su auto-denominado “mejor clima del mundo”. Así, con Rodrigo recuperado, el avance fue relativamente simple durante los primeros kilómetros, sin embargo, pronto las reminiscencias del viaje anterior se hicieron presentes; el inicio de subidas adornadas por una espantosa terracería nos hicieron considerar la posibilidad de perdernos nuevamente, tal como sucedió un año atrás.
Y es que no pasó mucho tiempo antes de que el camino nos mostrara cuan traicionero puede ser; una de las llantas de Robert (Cervantes) se había ponchado. El culpable: un hilo metálico de la llanta de algún camión que a su paso había dejado. El resultado: Tendríamos que parar hasta que el problema quedara resuelto.
La ponchadura de una llanta es uno de los eventos más molestos en el recorrido de un ciclista pues, si bien la bicicleta no se ha descompuesto, es imposible avanzar; al mismo tiempo, es necesario ser muy cuidadosos en la revisión de la llanta, pues siempre es posible que el hoyo por donde se escapa el aire sea diminuto o que bien el causante de la ponchadura siga inserto en la llanta. Pero, al fin, después de aproximadamente media hora de reparación y recaudación de agua para la causa, pudimos continuar nuestro camino.
De antemano sabíamos que este sería el día más complicado de la ruta, y quizá eso ayudó a guardar el buen ánimo; es decir, aun estábamos haciendo lo que más nos gusta y la ruta aun no miraba ni a lo lejos su final. Este buen ánimo ayudó sin duda, pues justo al llegar a lo que pensábamos sería la cima, los vecinos de un pequeño pueblo cercano al African Zafari, nos mostraron señalando con el dedo, una subida grotesca, infame, irreal a la que ellos irónicamente llamaban: “la quebradora”.
Al final, el ascenso a la quebradora fue lento pero constante, el buen ánimo que llevábamos con nosotros tras la buena noche en Atlixco ayudó para dominar lo que parecía indomable, inexpugnable; y es que francamente no pudo ser mejor, la vista desde la cima de la quebradora era espectacular, como una poesía plástica que se ve pero que, al mismo tiempo es palpable, experienciable en todo sentido.
A mi juicio, la conquista de lo que a la vista parece imposible termina siempre por ser la conquista de uno mismo, de los miedos e inseguridades que uno lleva consigo. En otras palabras, la conquista de lo que a la vista parece imposible termina pues, por ser la toma de conciencia de aquello que uno es capaz de hacer; es la ruptura de los límites que uno mismo se ha impuesto.
El camino después de la quebradora no tuvo mucho encanto, los paisajes estériles poblanos no ofrecían mucho para la distracción... sólo extensas planicies azotadas por un sol omnipresente y dominadas por una rectas carreteras que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Pero, igual que como se dice por ahí: “todo cae por su propio peso”, y así como la mañana se hizo medio día, éste se hizo tarde a su vez y, sin siquiera notarlo, estábamos ya en Tecali.
Tecali de Herrera es un pequeño pueblo que se encuentra a unos 40 km de la ciudad de Puebla, por la carretera federal núm. 150 que va de Tehuacán hasta Tepeaca, que se dedica al onix desde hace siglos, literalmente. Tecali es, como afirma Magali Sarmient en www.mexicodesconocido.com.mx/notas/1381-Tecali,-un-encuentro-con-el-ayer-(Puebla), un encuentro con el ayer, una pausa en la agitada vida cotidiana. Nos recuerda que en México hay muchos lugares interesantes; que son nuestros y merece la pena conocerlos.
Muy distinto a ese primer viaje a Córdoba, Tecali de Herrera nos acogió en la mejor forma en que un viajero puede se le puede acoger; esto es, nos dio comida barata. 30 pesos por todo lo que pudiésemos comer fue el trato en el mercado del centro y, siendo sinceros, debo decir que no recuerdo cuándo fue la última vez que comí así. Una parte de mí razonaba y decía que no debía comer mucho, pues aun no terminaba la jornada y, el avanzar con el estómago desbordante es siempre un arma de doble filo; sin embargo, tal como todos aquellos que se debaten entre la opinión de sus dos sujetos morales (uno con aureola y otro con cola puntiaguda), terminé, al igual que mis cofrades cicloturistas, dando un atracón cuasi épico de tacos gigantes.
El último movimiento en dos ruedas tuvo como destino final el pueblo de Tepeaca, un bello y apacible paraje famoso por su fiesta del niño Jesús, donde personas de todos los pueblos aledaños se reúnen para alabar los milagros de éste noble y simbólico niño. El trayecto fue como lo esperábamos, difícil por los estómagos en plena digestión y la sensación de desgano absoluto en el cuerpo.
Esa noche terminamos por instalarnos en la estación de policía del pueblo que, curiosamente, comparte su terreno con el cerezo local; de modo que pasamos la noche entre vaivenes policiacos y personas cuya realidad se oponía, a partir de ese momento, radicalmente a la nuestra; es decir, que mientras nosotros viajábamos haciendo gala de la máxima libertad que un hombre puede experimentar, la gente que entraba, estaba a punto de perderla en forma irremediable... vaya ironía.